Los amigos de la infancia que ya no están.
¿Te acuerdas de esa amiga que parecía que sería para siempre? Seguro tú también la tuviste.
Compartían secretos, risas, miedos y sueños.
Pero de repente, la vida giró sin aviso.
Y ese “para siempre” empezó a llenarse de pausas, de silencios, de huequitos invisibles que cada vez eran más grandes.
Hace años que ya no viene a casa a pasar la tarde hablando de todo y de nada. A comer con mi familia, como si fuera una más.
Ya no hay cartas en mis cumpleaños, ni carcajadas por cualquier tontería. Ya no le ponemos apodos raros a los niños que le parecen lindos. Ya no compartimos ni un segundo.
No es que algo se rompió.
Solo crecimos en direcciones distintas. Y eso está bien. Es parte de la vida.
No hay odio ni resentimiento, ni una pizca de rencor. Solo cariño, de ese que sabe que hay personas que no se quedan para siempre en nuestras vidas, pero dejan una marca imposible de borrar.
Aunque ya no es la amiga que está en todos mis días, sigue siendo alguien importante. Porque las conexiones verdaderas no se miden en cuántas veces hablas, sino en la sinceridad de esos pocos momentos en que vuelves a coincidir.
No dejamos de ser, solo cambiamos de forma.
No sé con exactitud cuándo dejamos de hablarnos.
No hubo una pelea, ni gritos, ni drama.
Solo un día… dejó de venir a mi casa.
Un día dejamos de contarnos las cosas.
Un día pasaron nuestros cumpleaños y ya no hubo mensaje.
Y al siguiente… tampoco.
Ni al siguiente.
Estuvimos en las mismas escuelas, caminamos por los mismos pasillos.
Nos veíamos todos los días, pero ya no nos buscábamos.
Ella con su nuevo grupo.
Yo con el mío.
Un "hola", una sonrisa.
Y nada más
¿Dolió? Obvio. Dolió muchísimo.
En primaria fuimos inseparables. Un dúo.
Creí que en secundaria sería igual. Creí que seguiríamos siendo ella y yo, juntas, hasta el final. Para siempre.
Pero no.
Cada una encontró su propia tribu.
Y sin darnos cuenta, nos soltamos la mano.
Cambio nuestra forma de ver la vida, nuestros intereses, prioridades e ideales. De repente dejo de ser como si fueramos una y nos volvimos dos partes distintas. Crecimos, y no supimos cómo aferrarnos a la amistad.
Mi familia siempre me preguntaba por ella, porque ya no venía a casa, porque ya no hablábamos, y simplemente evadía las preguntas. No sabía cómo decirles que ni yo entendía que había sucedido.
Solo sabía que dolía.
Aunque de repente el dúo se rompió y no hubo más un nosotras... cada vez que nos reencontramos… todo se siente igual.
Como si todavía tuviéramos diez.
Como si aún fuéramos niñas comiendo chocolate sin parar. O jugando en el patio a correr como locas.
Como si aún me dieras cartas y dibujos por mi cumpleaños.
Como si todavía fuéramos indestructibles.
Y eso me basta.
No necesito volver atrás.
Ni recuperar lo que fue.
Porque lo que fuimos me alcanza para sonreír cada vez que pienso en ella.
Éramos niñas.
Éramos mejores amigas.
Compartimos secretos, risas y tardes enteras soñando el futuro.
Y quizás ella sigue siendo parte de ese futuro, solo que en otra forma.
Una que aparece de vez en cuando, me recuerda la niña que fui, y se va sin hacer ruido.
No dejé de quererla.
Solo aprendí a quererla desde lejos.
Como se quiere a las cosas bonitas que fueron hogar, aunque ya no vivas ahí.
Sí, a veces me duele que ya no esté.
Que no le conté algunas cosas.
Que ella tampoco me contó las suyas.
Pero cuando la veo sonreír, cuando veo que está cumpliendo sus sueños… me alegra tanto haber formado parte de los suyos. Aunque sea de los que tuvimos cuando éramos niñas.
No todas las personas están destinadas a quedarse para siempre.
Pero algunas dejan raíces tan profundas que incluso aunque pasen los años siguen ahí, intactas. Y cuando el reencuentro pasa vuelven a florecer.
Y tú, mi querida amiga, sigues siendo una de las cosas más bonitas que viví.
Cada que limpio mi cuarto vuelvo a encontrarme con esa última carta que me dió en secundaria cuando me felicitó por mi cumpleaños. Después de esa no hubo más, solo silencio.
La guardo como un tesoro, ha pasado más de una década y no puedo dejarla atrás. Nunca podre, es uno de los únicos recuerdos que tengo.
Aunque ya no estemos…
Aunque ya no hablemos…
aunque ahora solo nos crucemos de vez en cuando…
Gracias por enseñarme que hay amistades que no necesitan durar toda la vida para marcarte para siempre.
A veces pienso en ella cuando suena una canción vieja —sí, esa de la CQ que no dejábamos de escuchar en sexto—, o cuando paso por lugares como la primaria o la casa de su tía. También cuando alguien me pregunta por mi infancia, y entonces sonrío, porque inevitablemente me acuerdo de lo bonito que era tenerla cerca.
De niña pensaba que la amistad era no soltarse nunca. Hoy sé que también se puede amar a alguien mientras lo dejas ir.
Me hubiera gustado que viera en quién me estoy convirtiendo de cerca.
Me hubiera encantado celebrar sus logros, darle un abrazo en sus días buenos y sostenerla en los malos.
Pero, aunque no esté, la llevo conmigo. En la forma en que aprendí a confiar. En cómo doy cariño. En como aprendí a ser amiga.
Y quizás nunca volvamos a ser “nosotras”, pero siempre va a ser esa parte de mí que aprendió a amar sin condiciones.
Esa amistad que no terminó, solo cambió de forma.
La quise como solo se quiere cuando aún no sabes protegerte del mundo. Y la sigo queriendo como cuando teníamos nueve y compartíamos chocolates en el receso. Sé con certeza que este cariño nunca se irá porque supo marcarme, porque siempre formará parte de mí.
Porque fue mi infancia, mi risa, mi escondite.
Y eso, aunque la vida cambie,
aunque ya no estemos… nunca se olvida.
Y yo no quiero olvidarlo.
A veces, las personas que más amamos simplemente toman otro camino. Y eso no significa que el amor se acabó, solo que cambió de forma. Aprender a soltar sin rencores es un acto de valentía que nos permite guardar lo bonito sin que duela.
Y muchas veces aunque esos amigos de la infancia se vayan y ya no haya momentos compartidos, siguen con nosotros. En los recuerdos, en como aprendimos a ser amigos y descubrimos el significado de la amistad.